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Algunas hipótesis sobre el progresismo latinoamericano y sus límites

  • Foto del escritor: Alexis Capobianco Vieyto
    Alexis Capobianco Vieyto
  • 25 abr 2024
  • 35 Min. de lectura

Actualizado: 7 may 2024



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Este es el problema que nos sirve de disparador en el presente artículo: ¿son viables hoy las políticas progresistas en América Latina? La pregunta es relevante porque posiblemente, en este siglo XXI que transitamos, se estén confundiendo varios sentidos de la palabra «viabilidad». Pero es también relevante por otra razón: necesitamos trascender cierto tacticismo qué dificulta la reflexión más allá de los límites del presente y su inmediatez.

Habría que definir primero qué entendemos por progresismo, tarea que no es sencilla dada la diversidad de tendencias que se agrupan con ese nombre. Intentaremos diferenciarlo de lo que podemos llamar izquierda revolucionaria o radical. El progresismo agrupa a sectores que van desde el centro del espectro político hasta expresiones de izquierda moderada que no tienen como horizonte estratégico la superación del capitalismo y la construcción de una sociedad sin clases, sino la reforma del capitalismo para hacerlo «más justo» o «más humano». Tales sectores son, en general, favorables a la ampliación de derechos de minorías étnicas u oprimidas, y promueven una mayor igualdad de género. También suelen plantear alguna preocupación ecológica, pero que no alcanza una profundidad que lleve al cuestionamiento del capitalismo como tal. Algunos no han abandonado ideas como el socialismo, pero lo entienden en términos bastante acotados como cierta regulación estatal del mercado, mayor participación del sector público en algunas actividades económicas y algunas políticas de redistribución de la riqueza; o lo visualizan como una posibilidad histórica desplazada a un muy lejano futuro, y no como una posibilidad de transformación que, si bien llevará su tiempo –con contradicciones, luchas, retrocesos, etc.–, puede empezar a concretarse en un plazo relativamente corto, como largo proceso de transición. Si Lukács nos hablaba de la “actualidad de la revolución”, los progresismos, por razones diversas, parecen coincidir en su «inactualidad». En este sentido, la diferencia no estriba en si podemos o no construir el socialismo mañana, sino cuándo empieza el camino hacia el socialismo. ¿Puede ser en un corto o mediano plazo, o se posterga a un porvenir remoto, donde estén dadas determinadas condiciones objetivas –como el desarrollo de las fuerzas productivas– que hagan viable, en ese futuro indefinido, iniciar la senda? De lo antedicho se infiere que no es incompatible una cierta retórica socialista con una tendencia política progresista. La cuestión radica en el cómo y el cuándo, y también en el qué, es decir, qué entendemos exactamente por socialismo.

Pero volvamos a nuestra pregunta inicial: ¿es viable hoy el progresismo?

Tal vez lo sea en algún sentido, pero en otro no.

Se suele visualizar al progresismo como una política «realista», en contraste con los sueños utópicos de los «trasnochados» revolucionarios radicales sesentistas o setentistas. A esto se suma lo que un espectro importante de la opinión pública entiende como el “fracaso del socialismo”. El modelo socialista, se aduce, no llevó a la sociedad de igualdad, democracia y abundancia prometida. Lo admitan o no, la mayoría de los progresistas suelen pensar que la historia ha llegado a su fin en un sentido bastante similar al de Fukuyama, aunque tal vez con matices menos optimistas que el filósofo estadounidense de origen japonés. ¿Pero es realmente realista el progresismo? ​¿Son realizables sus objetivos?


Economía


El progresismo latinoamericano se propone construir una sociedad «inclusiva». Los progresistas de nuestra región a veces han planteado claramente que aspiran a un capitalismo desarrollado que logre formas de vida similares a las de los países más «welfaristas» del llamado «Primer Mundo»: Suecia, Finlandia, Holanda, Canadá, etc. En este sentido, prevalece en gran medida el «desarrollismo» o «neodesarrollismo», que suele ser la orientación en lo económico del progresismo. Si vamos a la experiencia histórica, es claro que los proyectos desarrollistas o neodesarrollistas en América Latina nunca lograron los objetivos propuestos, o los lograron solo muy parcialmente. Ninguno de los países de Latinoamérica ha dejado de ser una economía subordinada en la división internacional del trabajo. Ninguno ha superado su carácter periférico y dependiente. Puede haber mayores o menores niveles de desarrollo en diferentes estados de América Latina, pero ninguno puede ser definido como un país capitalista central y desarrollado. Todo esto no parece más que confirmar lo que tempranamente señaló Mariátegui: en la fase imperialista del capitalismo esto no es posible. El desarrollo en el capitalismo es desigual y combinado, como planteara Trotsky: el desarrollo de algunos exige el subdesarrollo y la dependencia de otros. Esto se ha confirmado en general a nivel mundial, y más claramente en América Latina, cuyas economías adquirieron en el siglo XX una fisonomía claramente capitalista, donde las relaciones de producción capitalistas eran hegemónicas.


En Uruguay, algunas voces muy optimistas de este desarrollismo o neodesarrollismo, basándose en los niveles de crecimiento de los primeros años del siglo XXI (boom de los commodities), pronosticaban que el país ingresaría en el capitalismo desarrollado hacia el año 2030. Pero esas voces poco tuvieron para decir cuando el crecimiento se estancó hacia mediados de la segunda década. El sueño de un «país de primera» terminó diluyéndose en el olvido. Como El astillero de Juan Carlos Onetti, la promesa terminó siendo una mera ilusión, una quimera. Quienes hacían estas previsiones olvidaban unas cuantas cosas. En primer lugar, que siempre hubo etapas de crecimiento impulsadas por el auge de determinadas materias primas, ya fuera el caucho, el guano, las vacas gordas, etc., pero esas bonanzas siempre han sido temporarias, y al auge suele suceder un declive y una crisis más o menos profunda. Un segundo error fue confundir crecimiento económico con desarrollo, lo que no es sostenible ni siquiera en términos capitalistas. Los capitalismos latinoamericanos conservan estructuras económicas que impiden o dificultan que la plusvalía se reinvierta localmente, y que favorecen su transferencia a los países centrales del sistema-mundo (y unos cuantos estudios prueban que esto no es parte de un pasado colonial o imperialista ya superado). Esas estructuras no impiden períodos de crecimiento, algunos bastante prolongados, pero eso no significa desarrollo. En tercer lugar, no se tuvo en cuenta que determinados procesos se vuelven mucho menos viables una vez consolidado el capitalismo en su fase imperialista. Los países centrales difícilmente admitirán que nuevos estados entren al exclusivo club de las economías centrales. Cuando lo hicieron, como en el caso de Corea del Sur, había razones geopolíticas muy concretas, como hemos señalado más arriba. En una economía capitalista, no todos pueden ser burgueses. A nivel nacional, la mayoría de los habitantes deben ser trabajadores asalariados productores de plusvalía. Del mismo modo, a nivel internacional, cuando el capitalismo ha alcanzado su fase imperialista, no todos pueden ser países centrales, potencias. A algunos les toca ser países periféricos y dependientes que transfieren sus riquezas a los países centrales. Esto último adquiere una dimensión más profunda si tomamos en consideración que los recursos del planeta son finitos, no infinitos como alguna vez puede haber soñado la mayor parte del espectro político, incluidas las izquierdas. Desde esta perspectiva, que parece confirmarse una vez más en la práctica, resulta claro que el sueño progresista es más que nada una ilusión, un espejismo, una construcción ideológica en el sentido de esa falsa conciencia de la que hablaron Marx y Engels. Eso se puede visualizar también en la incomprensión y negación de algunos conceptos planteados por la izquierda latinoamericana en las décadas del 60 y 70, como el de “crisis estructural”. Algunos progresistas reinterpretaron este y otros conceptos en términos de sus propias ideas desarrollistas, que poco tenían que ver con el marco marxista en el que estas ideas se elaboraron. Así llegaron a la conclusión que, debido a los altos niveles de crecimiento de la primera década y media del siglo XXI, la “crisis estructural” había sido superada, y que se trataba hoy de otro dogma trasnochado y sesentista o setentista. Pero este concepto poco tenía que ver con la ausencia o no de crecimiento. Significaba que vivíamos en formaciones sociales que no podían resolver los problemas de muy amplios sectores de la población, ni tampoco lograr un desarrollo económico autocentrado y no dependiente, lo que se expresaba a nivel político, cultural y en todas las esferas de la vida social. Los progresistas parecen no haberse percatado que, en su momento, estos problemas más profundos nunca fueron resueltos por tímidas políticas de redistribución. Tal vez la prueba más contundente de esto último es que, poco tiempo después que retornaran al gobierno fuerzas abiertamente neoliberales, arrasaron en un breve lapso con algunas de las políticas de los gobiernos progresistas, lo que hizo que se dispararan los índices de pobreza, indigencia y muchos otros problemas sociales supuestamente resueltos, pero que en realidad pendían de un hilo. Esto se produjo, precisamente, porque no se realizaron transformaciones estructurales. Se hicieron solo algunos cambios que no afectaron las estructuras, y que, en nuevas condiciones, mostraron claramente que nuestras sociedades estaban lejos de haber superado determinados problemas endémicos del capitalismo latinoamericano, aquellos que precisamente se relacionaban con lo que el marxismo latinoamericano de los 60 y 70 llamaba crisis estructural.


En términos de Nancy Fraser, y siguiendo predominantemente en el ámbito económico, que los clásicos del marxismo siempre diferenciaron del político e ideológico (sin caer en una frontera muy rígida que funcione como una suerte de «Muralla China»), las medidas a las que apuntó el progresismo, salvo algunos casos bastante puntuales, fueron las políticas de redistribución económica con un criterio de justicia afirmativo y no transformativo, es decir, políticas que no transformaban radicalmente las estructuras económicas y que no se proponían superar las causas más profundas de la pobreza extrema, la superexplotación y explotación. Hablamos, en concreto, de reasignaciones superficiales de recursos. Las políticas estuvieron orientadas no a superar la explotación del trabajo asalariado, sino a que los grados de explotación fueran menores, promoviendo hasta cierto punto la negociación colectiva y la sindicalización, y también los planes sociales de asistencia a los sectores de trabajadores más precarizados, subempleados o desempleados; aunque también esto puede ser debatible, por lo menos en el caso de algunos gobiernos progresistas y en algunos períodos concretos, por ejemplo, cuando las exportaciones ya no eran tan favorables. Pero, dadas las políticas impositivas predominantes en América Latina, la mayor carga fiscal recaía sobre fracciones de la clase trabajadora que estaban en mejores condiciones que otras fracciones de esa clase, y también sobre capas medias, no existiendo fuertes cargas hacia el capital, que a menudo se beneficiaba de diferentes formas de exoneración fiscal (hablo más que nada de Uruguay, pero en general, con sus especificidades, esto ha sido lo que predominó en América Latina). Dicha situación generó contraposición y resentimiento en sectores populares y medios, una consecuencia que Nancy Fraser señala como propia de las políticas afirmativas. Lo que fue inteligentemente explotado ideológica y políticamente por la derecha: el estado les saca a los que trabajan para darles a los que no trabajan, parece haber sido una creencia y consigna muy extendida en América Latina. Con esta verdad parcial, la derecha obtenía una ventaja política, a la vez que ocultaba algunas verdades más profundas: que el gran capital tiene bajas cargas fiscales, o que muchas veces es exonerado y subsidiado por toda la sociedad; y también que el desempleo y la pobreza extrema no son producto de la falta de esfuerzo, sino un fenómeno estructural del capitalismo, y en gran medida un fenómeno casi exclusivo del capitalismo (difícilmente haya desempleo en las economías de cazadores-recolectores o en las economías agrarias de subsistencia).


La promoción de organismos de negociación colectiva, o la sindicalización, no son propias solo de una política de justicia afirmativa. Una perspectiva transformativa también las propondría e incentivaría. La diferencia está en que esta última apuntaría a cambios estructurales profundos, como en general promovía gran parte de la izquierda décadas antes, en que la reforma agraria –en medio de estructuras caracterizadas por la gran propiedad de la tierra– y la nacionalización de algunos de los grandes medios de producción, eran elementos esenciales. Pero esas medidas no fueron las que se promovieron en general, y cuando se realizó algo en ese sentido, fue de manera muy acotada. Para la mayor parte de la izquierda, hasta hace algunas décadas –cosa que no sucede hoy– era bastante claro que la persistencia de una gran oligarquía agraria con gran poder económico y político era incompatible con un desarrollo autocentrado y con la democracia misma. Por el contrario, el latifundismo históricamente intentó impedir el desarrollo de repúblicas democráticas. Su apuesta, durante el siglo XIX, una vez derrotadas las tendencias jacobinas en las luchas por la Independencia, fue la de instaurar regímenes oligárquicos que se prolongaron hasta muy entrado el siglo XX, en algunos casos. Y una vez que se instauraron regímenes democráticos, el latifundismo promovió las políticas más retrógradas, escuadrones de la muerte, golpes de estado, etc., monopolizando grandes parcelas del poder político y también de los medios de comunicación. Esa oligarquía agraria, además, fue desarrollando vínculos con el imperialismo y con el gran capital en nuestros países, en una madeja de intereses y fuerzas a veces difíciles de diferenciar, y que constituyen el poder real en nuestras sociedades. Y acá nos encontramos con otra ilusión: el progresismo apunta a democracias consolidadas, donde el nunca más sea posible, donde no se vuelvan a repetir las peores experiencias del pasado, pero eso parece poco viable en América Latina mientras no se toquen los intereses del capital imperialista, del gran capital nacional y de la oligarquía agraria; algo que, para muchos revolucionarios de ayer, solo lo podía hacer en forma consecuente la clase trabajadora, lo que ya implicaría una clara orientación socialista de esas transformaciones. Planteado de otra forma, la existencia de esos grandes poderes económicos resulta incompatible con la república –entendida en un sentido no meramente jurídico– y con una democracia realmente profunda.


Algunas veces se argumenta estar de acuerdo con medidas transformativas, pero para pasar a aclarar de inmediato que no es fácil o que la correlación de fuerzas no es propicia. Nadie dice que sea fácil o que no haya que tomar en cuenta la correlación de fuerzas, pero para afrontar las dificultades o modificar la correlación de fuerzas es necesario plantear los problemas políticos y señalar cómo eso está en la raíz de toda otra serie de dificultades. Pero esto último, en la mayor parte de las ocasiones, ni siquiera se lo intentó. O cuando se lo intentó, al poco tiempo se lo dejó en el olvido, o simplemente se retrocedió, haciendo muchas veces concesiones con poca o casi ninguna lucha contra las clases dominantes. “El que le tiene miedo a los lobos que no entre al bosque”, dicen que decía Lenin. En sectores importantes de la izquierda, el miedo parece haber actuado como un límite muy importante. Faltó la necesaria audacia de una política que se propone transformar profundamente la realidad. También parece haber una concepción que Marx llamaría metafísica y contemplativa, la cual no es capaz de visualizar que la realidad que nos condiciona y produce también puede ser modificada.


Política


Si en los 60 gran parte de la izquierda tenía muy claro que era esencial «la toma del poder», o que el deber del revolucionario era «hacer la revolución» (lo que implicaba la toma del poder), o bien que –como se le atribuye a Lenin– “salvo el poder todo es ilusión”, y que eso suponía mucho más que gobernar en las actuales coordenadas político-jurídicas, en los progresismos de hoy, por el contrario, la toma del poder se suele confundir con ganar el gobierno en los marcos de la legalidad existente. Tras la caída del socialismo real, una gran culpa parece haber pesado sobre amplios sectores de la izquierda, fueran o no de origen comunista. La burocratización de esos regímenes, la transformación de las otrora burocracias «comunistas» en oligarquías capitalistas ansiosas de riquezas y poder, los procesos de Moscú y los crímenes del estalinismo, parecían convertir aquella vieja consigna de la izquierda de «tomar el poder» una expresión de deseos pecaminosa. Tales deseos habían llevado inexorablemente, se creía, a toda una serie de tragedias. No es casual que fuera en ese contexto donde se planteara transformar el mundo «sin tomar el poder», cosa que tanto Marx y Engels como los bolcheviques, los espartaquistas, los revolucionarios cubanos, chinos, vietnamitas, coreanos y yugoeslavos verían como un oxímoron. Una de las principales polémicas que sostiene Rosa Luxemburgo contra Bernstein en Reforma y Revolución es, precisamente, sobre la necesidad de tomar el poder por el proletariado, lo que era rechazado por el revisionista alemán. El problema es que, tras la crisis de los 90, se solía confundir la toma del poder con la imposición de una burocracia que construía el socialismo sin participación real de los trabajadores o con una participación muy limitada. Dicho de otra forma: las revoluciones socialistas no dieron lugar, en general, al desarrollo de una democracia socialista, donde el poder estuviera efectivamente en los soviets, o en organismos que combinaran la democracia participativa y directa con diversas formas de representación. O esto fue solo una etapa pasajera, que poco a poco se fue transformando en una consigna vacía cuando el partido se impuso sobre el conjunto de la sociedad, sustituyéndola, y no dirigiéndola en el sentido que le daba Gramsci a esta palabra.


Desde nuestro punto de vista, la toma del poder por la clase asalariada es fundamental. Pero también lo es que ese nuevo poder desarrolle una democracia socialista efectiva, con su institucionalidad y sus normas, tan directa o participativa como sea posible. Consolidar un verdadero poder democrático del proletariado y el pueblo, y no un poder burocrático donde el partido impida la intervención activa de los trabajadores y la sociedad civil en la cosa pública. Tomar el poder y construir una democracia socialista auténtica son dos aspectos fundamentales en la transformación revolucionaria de la sociedad. Ninguno podría ser excluido. Deben ir de la mano.


El progresismo, en cambio, no planteó ese problema, entre otras cosas porque no solía ver a las actuales democracias como un régimen de dominación de clase, sino como «la Democracia», la única posible, la democracia electoral representativa. Esta visión era en última instancia coherente con una política que dejaba el poder económico, militar y mediático sin cambios sustantivos. Pero, si no se aborda esta cuestión fundamental, no es posible avanzar en una democratización real y profunda de la sociedad, en la construcción de espacios de poder donde el pueblo sea protagonista efectivo de las decisiones y no un mero espectador, o, a lo sumo, un «soberano» que solo cada tanto es consultado.


Este problema adquiere mayor gravedad si tomamos en cuenta que el gran desarrollo de los medios de comunicación ha permitido que no solo parte de las ideas políticas estén condicionadas, sino también los mismos deseos –que tal vez se vivencian como muy profundos y personales–, las formas de vida, de actuar, y hasta el mismo «tiempo libre». Dicho de otro modo, el sistema capitalista alcanzó una gran capacidad para condicionar y volver heterónoma a la subjetividad. En esa capacidad cumple un rol fundamental la maquinaría ideológico-cultural, que es –la mayor parte de las veces– propiedad directa de la gran oligarquía capitalista, como aseveró Einstein señeramente en su ensayo ¿Por qué socialismo? El poder económico, el poder político y el poder ideológico-cultural suelen fundirse y confundirse en verdaderos latifundios mediáticos, cada vez más transnacionalizados. Tienen una incidencia social de alcances verdaderamente totalitarios, con la que hubieran soñado figuras como Hitler, como señaló Ariel Petruccelli en un artículo reciente. En este sentido, el carácter manipulador de la ideología dominante –del que hablaba Lukács– parece dar un salto cualitativo difícil de negar. Se acentúa el carácter oligárquico de las democracias capitalistas, su naturaleza de régimen de dominación de clase, porque hoy tienen posibilidades inéditas de construir una hegemonía ideológica que no tuvieron las clases dominantes de modos de producción anteriores, ni tampoco la burguesía del siglo XIX o principios del XX.

Las llamadas redes sociales no dejan de ser parte del problema, porque no son espacios horizontales, donde las ideas fluyan sin condicionamientos, como ingenuamente algunos pensaban, incluyendo gran parte de la izquierda. Algoritmos mediante, o a veces con mecanismos más o menos explícitos de censura, se privilegia la circulación de determinadas ideas, a esto se suman los bots y los trolls financiados por los sectores más reaccionarios. Esto no supone una tesis absolutamente pesimista, que vea en los medios un poder omnipotente e insuperable. La alienación nunca es tan absoluta ni está tan exenta de contradicciones que impida potenciales movimientos transformadores. Siempre hay posibilidades y espacios para el trabajo gris y cotidiano de los revolucionarios, que es el que ha hecho posible a lo largo de la historia los grandes estallidos y transformaciones revolucionarias, cuando se producen determinadas condiciones. En primer lugar, porque la ideología puede negar en un plano subjetivo la existencia de contradicciones, pero estas no dejan de ser reales y de vivenciarse de una u otra forma por parte de los sectores subalternos, y, en segundo lugar, porque la ideología del capital cada vez se hace más contradictoria con la realidad y la verdad objetiva, que, como han señalado algunos revolucionarios en el pasado, siempre es revolucionaria.


Pero no podemos soslayar algunos problemas que han agravado las denominadas redes sociales y las tecnologías de la comunicación en general. Bajo su manto, la espectacularización de la política no hizo más que crecer, al tiempo que las organizaciones populares se debilitan y los debates políticos ven degradarse su calidad intelectual. Sean conservadores o progresistas, los líderes políticos se orientan cada vez más a hacer política a golpe de tuits. Con independencia de las políticas que se defiendan, esta forma de hacer política deteriora la democracia. Va dejando de ser una forma de deliberación de masas y se convierte en un entretenimiento público. La política vía Twitter, por decirlo de algún modo, es fundamentalmente de «derecha» incluso cuando difunde consignas de «izquierda». Es esencialmente acrítica, aunque coloque la palabra «crítica» en cada línea.


El progresismo se declara democrático, y no es posible dudar de la sinceridad de estas declaraciones. Pero al no plantearse el problema del poder ni el carácter de clase de las actuales formas de democracia, no puede llevar adelante una lucha política efectiva para que la democracia sea realmente un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Se conforma en la práctica con formas limitadas de democracia, que no excluyen formas tecnocráticas de gestión. Se supone que los técnicos y especialistas progresistas serían más comprometidos y «sensibles» hacia los «vulnerables» y todos aquellos que están en peores condiciones, pero no dejan de hacer de la población un objeto pasivo de las políticas, en vez de un sujeto activo de las mismas. Pueden hacer cosas por el pueblo, pero sin el pueblo. Y tarde o temprano, suelen desarrollar, como toda burocracia, sus intereses propios, que suelen no coincidir con los intereses generales. También tienden a subordinar los objetivos políticos a su propia perpetuación como corporación o estamento burocrático. El uso de términos como «vulnerables» y no «clase trabajadora», «pueblo» u otros, tiene toda una implicación político-ideológica que es muy indicativa de cómo se toma a una población como objeto de determinadas políticas y no como sujeto activo de las mismas, estando muy en sintonía con las omnipresentes «políticas focalizadas». A lo que se suma que es muy cuestionable que exista alguien «no vulnerable» en esta sociedad, a no ser aquellos que son parte del gran capital, lo cual parece develar un cierto optimismo sobre el capitalismo en general.

Este carácter limitado de la democracia en el marco de las políticas progresistas se ve en las fuertes resistencias que ha habido –por lo menos en el caso de Uruguay, aunque esto se encuentra mucho más extendido seguramente– a abrir espacios de participación real, a impulsar la intervención activa de los trabajadores y de la sociedad en general en la gestión de las empresas públicas, o a ampliar las instancias de cogobierno y autonomía de la educación, que sí concedieron en el pasado sectores de la burguesía reformista.


Nos parece pertinente señalar aquí algo que en general resulta bastante soslayado, y es que la caída del socialismo real parece haber eclipsado otro fracaso: la socialdemocracia europea tampoco cumplió sus objetivos proclamados. Ningún régimen socialdemócrata europeo o de alguna otra parte del mundo lograron superar el capitalismo como era su promesa inicial, menos aún construir una democracia socialista. Se aceptó en general, de forma bastante clara, los límites de las democracias electoral-representativas, y el protagonismo popular fue sustituido por un paternalismo estatal que no permitía el desarrollo de una participación activa del demos. Además, a diferencia de los regímenes del socialismo real, estos gobiernos socialdemócratas del oeste europeo gestionaron países que, en general, ocupaban un lugar central en la economía capitalista, y que por tanto se beneficiaban del flujo de riquezas que provenía de las economías periféricas (miremos si no la actual situación en África de las excolonias francesas, expoliadas por mecanismos neocoloniales que no permiten siquiera que manejen su propia moneda, y cuyas riquezas son adquiridas por precios irrisorios por parte de Francia, que estuvo gobernada más de una vez por el Partido Socialista). Asimismo, es relevante recordar que, para mantener ese estatus, muchas veces se impulsaron golpes de estado y dictaduras sanguinarias a lo largo y ancho del «Tercer Mundo» con el objetivo de impedir todo proceso revolucionario que pusiera en cuestión el capitalismo y la subordinación al imperialismo. Gran parte del «bienestar» y la estabilidad de las democracias en el Norte Global tienen como contracara la pobreza e inestabilidad de las periferias capitalistas dependientes.


La lucha por un gobierno obrero y popular fue cediendo terreno a un «cretinismo parlamentario» creciente. La lógica electoral fue condicionando cada vez más a la izquierda y sus formas organizativas. Siempre es un riesgo que el sistema que se quiere modificar termine domesticando a aquellas organizaciones que se propusieron en algún momento cambios revolucionarios o reformas radicales, sobre todo cuando no hay claridad ideológica ni firmeza estratégica. Los índices de popularidad y el objetivo de ganar las elecciones comenzaron a tener un peso cada vez mayor. En este contexto, los medios –controlados por los sectores dominantes– juegan su juego: promueven determinadas agendas, polémicas y candidatos de las fuerzas de izquierda (por lo general, los más «responsables» y «moderados»), al tiempo que atacan a aquellos que plantean consignas o ideas que se salen del sentido común dominante. El ganar las elecciones se ha ido convirtiendo en una lucha cada vez más exclusiva, casi única. Seducir a un amplio electorado es la principal prioridad, en particular al fantasmagórico centro.


La movilización de masas, que es la principal forma de lucha de la izquierda para transformar la realidad, progresivamente se va minimizando. Se adopta un lenguaje cada vez más políticamente correcto, que excluye cualquier concepto que pueda ser definido como «radical». Los políticos que quieren competir por los principales puestos de responsabilidad o por la candidatura a presidente se muestran, en general, como «serios», «prudentes» o «responsables», alejados de todo radicalismo. Algunos militantes y sectores más radicales pueden cuestionar estas formas de hacer política, pero asesores de imagen y publicistas las recomiendan encarecidamente. Las elecciones funcionan como un mercado, y para vender un producto o candidato es necesario hacerlo vendible, «seductor». Los políticos más moderados son los que muchas veces llegan a ocupar las principales responsabilidades, condicionando cada vez más a las fuerzas políticas por las que fueron electos, interpretando el programa en la forma más moderada o minimalista posible, o dejando de lado como impracticables las propuestas más antisistema. La prensa hegemónica y la derecha no dejan de atacar al gobierno, aunque este solo proponga pequeños cambios, y las fuerzas de izquierda tienden a dividirse. Una parte se alinea acríticamente con el nuevo gobierno, aunque haya dejado de lado algunas propuestas fundamentales, entendiendo que, ante el ataque constante de la derecha y los grandes medios, se vuelve imprescindible encolumnarse, “defender a nuestro gobierno” y “no hacerle el juego a la derecha”. Muchas políticas –que hasta ayer tal vez eran rechazadas por muchos militantes de izquierda– empiezan a ser aceptadas. Se olvidan las críticas y propuestas alternativas. Si han predominado en el gobierno las fuerzas más moderadas, tampoco hay interés en un fuerte protagonismo popular ni en las masas movilizadas. Se prefiere, más bien, una actitud básicamente pasiva. Algunos sectores no dejan de ser críticos y señalar las limitaciones, errores, claudicaciones o francos retrocesos que pueden suponer algunas medidas y leyes. Pero las fuerzas militantes encolumnadas con el gobierno no aceptan esas críticas. “Hay que dejar hacer”, “hay que apoyar a nuestros gobernantes”, “no podemos transformarnos en un palo en la rueda”, “no podemos ser funcionales a la derecha”, etc. Sectores importantes de la izquierda militante, desilusionados con las inconsecuencias, se alejan, fortaleciéndose así la hegemonía de los sectores más moderados….


Asimismo, al no ahondarse en transformaciones sustantivas, al dejarse de lado toda discusión teórica y política profunda sobre el problema del estado, no se visualizó –o no se quiso visualizar– que esa negación no suponía la desaparición práctica de algunos problemas. Tarde o temprano, en la América Latina de estos últimos años, los aparatos represivos y judiciales demostraron su carácter de clase, no tanto para desplazar gobiernos revolucionarios (no los hubo), sino para imponer gobiernos firmemente dispuestos a realizar los ajustes que las clases dominantes consideraban imprescindibles, y que las fuerzas progresistas no estaban dispuestas a realizar o solo realizaban en forma muy tímida, según los criterios de quienes nunca dejaron de tener el poder fáctico o real. Parecía haber en determinados sectores progresistas un temor al protagonismo popular, porque esa participación activa de masas podría desencadenar fuerzas «incontroladas». Es decir, un gran miedo a cambios profundos, revolucionarios.


Una mención específica merece el tema de los aparatos represivos. Si a la salida de las dictaduras se hablaba de desmantelar los aparatos represivos, poco a poco estas consignas fueron cayendo en el olvido. También se relativizó o negó su función y carácter de instrumento de las clases dominantes, a veces en nombre de una crítica a la “teoría instrumentalista del estado”, que puede tener aspectos correctos, pero que tiende a negar uno de los aspectos esenciales de la teoría marxista del estado, que la experiencia histórica no ha hecho más que confirmar, en algunos casos de forma trágica, como en el Chile de Allende. Este tema fue olvidado, pero la pesada carga de aparatos represivos cuya función real no es defender al país de una posible invasión extranjera, sino mantener el status quo vigente, no dejó de existir, y se pudo visualizar más de una vez en la práctica. Algunos esperaban rupturas en esos aparatos en los momentos de crisis o intentonas golpistas por parte de los sectores más reaccionarios, movimientos de resistencia de parte de la oficialidad y la tropa... Pero salvo en el caso de Venezuela a comienzos del siglo XXI, eso no se produjo en ningún país. Cuando no funcionaban como fuerza coactiva directa, actuaban igualmente en el imaginario como potencial amenaza, lo que llevaba a muchos a evitar ciertos cambios para no despertar a las fieras. Pero las fieras seguían estando ahí, y a veces son otros quienes las despiertan. Pensar que se puede «transformar radicalmente» el carácter de estos aparatos –como planteaba Poulantzas– parece, vista nuestra historia latinoamericana reciente, de una gran ingenuidad.


Más ilusoria es aún la idea de que son necesarios para defender nuestra soberanía de potenciales amenazas imperialistas, cuando son fuerzas que han funcionado más que nada como apéndices militares del imperialismo, y a las que EE.UU. han destinado particulares esfuerzos de adoctrinamiento, en los que parece haber tenido un gran éxito.

Si en Bolivia apoyaron abiertamente un golpe, en otros lugares la policía y las FF.AA. colaboraron sin renuencias –en una forma que parecía bastante entusiasta– contra las grandes movilizaciones populares que se produjeron en el continente. Si hubo insubordinaciones, no parecen haber sido para nada significativas. En Chile, Ecuador y Colombia se pudo ver claramente. Nadie niega que en el seno de esas fuerzas no pueda haber «lucha de clases», pero la experiencia histórica nos dice claramente que ciertos movimientos de ruptura que se produjeron en otros momentos, no se han constatado en las últimas décadas. Por el contrario, parece que ha habido un sólido trabajo por parte de las clases dominantes y el imperialismo estadounidense para alinear firmemente a esos aparatos con sus intereses y reducir las posibles fricciones o contradicciones al mínimo, con un adoctrinamiento ideológico que está en línea de continuidad con la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional de la Guerra Fría, aunque hoy pueda haber adoptado otros nombres.


Todo esto parece plantearnos claramente que, para poder avanzar hacia una sociedad profundamente democrática, determinadas tareas que planteaban los clásicos del marxismo son imprescindibles, como desmontar, desarticular o destruir esos aparatos represivos, que operaban como una constante amenaza (potencial o real) contra la democracia y los intereses populares. Aparatos que, además, resultan una pesada carga presupuestal; carga que impide que esos fondos se puedan invertir en educación, salud, vivienda o el desarrollo de una economía autónoma y de orientación socializante.


Retomar el estado como problema, su carácter represivo y burocrático, que tiene como función esencial la perpetuación de la dominación de clase, es esencial para la izquierda. Hemos cedido a la derecha la crítica al estado y la defensa de las libertades, sobre todo en relación a las medidas tomadas en la última pandemia. El discurso antiestatista de los neoliberales muchas veces llevó a la izquierda a una suerte de visión hegeliana del estado como realización de la razón y de los intereses comunes, olvidando su carácter represivo y burocrático, soslayando el hecho de que su función principal es garantizar los privilegios de la clase dominante, por más que se lo haga en nombre del bien común, la igualdad jurídica y la libertad. No es que el estado no haya ampliado funciones, como las educativas, económicas, sanitarias y de otro tipo. Pero ahí también habría que apostar a profundas modificaciones, «desestatizando» al estado, como alguna vez planteó el comunista francés Lucién Seve: sustituyendo los mecanismos verticales y burocráticos por formas de gestión democrática, y sin olvidar que al aparato represivo hay que desmantelarlo. En cierta forma, habría que apuntar a una serie de transformaciones cuya meta debería ser la extinción del estado, en tanto aparato burocrático-represivo destinado a garantizar los intereses de la clase dominante, fortaleciendo lo que podríamos llamar una esfera e institucionalidad públicas de gestión democrática de los problemas comunes.


Nuevamente, aquí se pueden esgrimir argumentos muy similares a los que aducen quienes que comparten «teóricamente» la necesidad de determinados cambios a nivel económico, pero son renuentes a impulsarlos en la práctica: “es muy difícil”, “esto puede generar violentas resistencias”, “no está dada la correlación de fuerzas”, etc. Pero el problema es que, en muchos casos, ni siquiera se llegó a plantear el debate. Ni siquiera se intentó promover en forma consecuente un cambio en las condiciones políticas que hicieran viable tal o cual transformación. Eso en el mejor de los casos, porque también hubo situaciones de resistencia activa de determinados sectores «progresistas» a otros sectores –a veces aliados– que impulsaban algunas medidas que afectaban los intereses dominantes, aunque más no fuera tímidamente.


Ideología


Si vamos al terreno ideológico-cultural, tampoco se apuntó a políticas de modificaciones profundas. Los límites en las transformaciones económicas y políticas eran sintomáticos de límites ideológicos, de visiones que no propugnaban cambios radicales sino «humanizar» la realidad existente. No solo se eludieron cambios esenciales en el terreno político y económico, sino también el debate ideológico. A menudo, el lenguaje de los políticos progresistas difícilmente se diferenciaba del de los de centroderecha menos reaccionarios. No es una exageración decir que, en muchas ocasiones, en los intercambios televisivos o radiales, uno solo podía saber quién era el político de centroizquierda y el de derecha cuando esto era aclarado explícitamente por el conductor del programa, o cuando había carteles que señalaban las pertenencias partidarias. Viejos pero actualísimos conceptos como explotación, imperialismo, clase y otros desaparecieron del lenguaje político. Fueron sustituidos por «vulnerables», «deciles», y una noción de globalización que excluía la consideración de relaciones de explotación y dominación a nivel internacional. El saber académico y el de fundaciones y ONGs vinculadas con la socialdemocracia europea, o con asociaciones filantrocapitalistas «progres», empezaron a cumplir un rol fundamental, sustituyendo a los partidos de izquierda como «intelectuales colectivos» que producen su propia teoría e intentan superar los límites de la ideología dominante. No se trata tampoco de pregonar el aislamiento sectario ni la infravaloración del saber académico. Pero una cosa es respetar ese saber, y otra, subordinarse a él. La academia muchas veces puede hacer aportes relevantes, pero en general no deja de estar dentro de los parámetros de la ideología dominante. Dicho de otro modo, el intercambio del diálogo y el debate fue en gran medida sustituido por la subordinación ideológica, haya o no conciencia de esto. Muchos tomaban categorías de Gramsci, como hegemonía, consenso, etc., pero al desligarlas de un análisis de clase les hacían perder la sustancia revolucionaria que tenían en el intelectual sardo, transformándolas en conceptos confusos y manipulables en varios sentidos, que a menudo poco tenían que ver con el marxismo. De hecho, esta izquierda estuvo lejos de promover la formación de bloques contrahegemónicos que impulsaran una nueva cultura y valores, que propusieran una nueva visión del mundo, revolucionaria y comunista. El cuestionamiento a ideas hegemónicas muchas veces no fue más que una crítica a ideas muy reaccionarias que no sólo eran rechazadas desde perspectivas marxistas o revolucionarias, sino desde perspectivas más o menos liberales, y que no conducían a un cuestionamiento del capitalismo como sistema de explotación y como régimen de dominación de clase basado en la coerción y el consenso ideológico.


El predominio de visiones relativistas llevó también a todo tipo de confusiones. Se asimiló la cultura popular con la cultura de masas impuesta por los grandes medios de comunicación. El populismo estético propio de la posmodernidad, según Fredric Jameson, fue una característica de parte significativa de los progresismos. Al paternalismo tecnocrático estatal parecía corresponderse ese otro populismo, que miraba con condescendencia supuestas expresiones de la cultura popular que, con bastante frecuencia, no eran más que una imposición heterónoma de las industrias culturales. Industrias que en América Latina están particularmente dirigidas desde Miami y vinculadas a los sectores más reaccionarios del exilio cubano. Este relativismo y otras concepciones que no salían de los marcos del pensamiento hegemónico, combinados con un temor no del todo consciente a la reacción de las clases dominantes, coadyuvó a que los cambios a nivel del oligopolio mediático fueran muy limitados o casi inexistentes.


El consumismo como fenómeno cultural y forma de vida fue aceptado en gran medida acríticamente. Una política que no promovió la participación popular efectiva, constante y no meramente simbólica, parece haber encontrado en la ampliación de los niveles de consumo una forma de mantener e intentar ampliar el apoyo político electoral... Aunque posteriormente esto se volviera en su contra, cuando –por los vaivenes del mercado mundial–, bajara el precio de nuestros productos primarios de exportación y se ralentizara el crecimiento económico.

El progresismo latinoamericano no fue ajeno a la despolitización, sobre todo de las nuevas generaciones, porque al promover ciertos cambios –aun cuando fueran muy limitados– temía que la participación popular pudiera «radicalizarse». Gran parte de los sectores más radicales de la izquierda se vieron en un dilema que no siempre resolvieron de la mejor manera: si criticaban a los sectores progresistas gobernantes, podían favorecer a una derecha que podía arrasar con algunos de los derechos y avances conquistados. Pero si no los criticaba, podía habilitar un corrimiento creciente de esos progresismos gobernantes a políticas cada vez más limitadas y cercanas al centro del espectro ideológico. Unas políticas que, no pocas veces, se tornaban poco diferenciables de las políticas de antaño promovidas por los sectores menos radicales de la derecha.


Mientras las viejas elaboraciones teóricas de los revolucionarios latinoamericanos caían en el olvido, se adoptaron en forma bastante acrítica diversas ideas y teorías que no salían de los marcos de la ideología dominante, en particular el posmodernismo, o sus versiones latinoamericanas decoloniales, así como también el neodesarrollismo o un tibio keynesianismo en economía. Hablamos de perspectivas que, en general, no superaban el liberalismo, y cuyos antecedentes teóricos habían sido objeto de duras críticas por pensadores revolucionarios latinoamericanos en décadas anteriores, como es muy claro en el caso del antecedente desarrollista del neodesarrollismo.


En este marco, la «agenda de derechos» se transformó en el «programa» de amplios sectores del progresismo y de la izquierda más moderada. Algunas corrientes de la izquierda radical reaccionaron fuertemente contra esa agenda, y no fueron capaces de dar una respuesta a ciertos desafíos que la misma planteaba. La agenda de derechos proponía una serie de medidas o leyes que muy a menudo eran compatibles con el socialismo revolucionario, pero su marco ideológico no superaba los límites del pensamiento dominante. El mismo nombre parece bastante significativo: agenda de derechos. Si no en la teoría, al menos en la práctica supuso la exclusión de una «agenda de cambios estructurales» que posibilitaran que algunos de esos derechos se volvieran realizables en profundidad y perdurables a largo plazo. Consciente o inconscientemente, ambas tendencias presuponían (las de la «nueva» y «vieja» izquierda, por llamarlas de alguna manera) una falsa dicotomía entre los cambios a nivel jurídico-cultural y a nivel material-estructural.


Pero la tendencia predominante fue que amplios sectores de la izquierda comenzaron a moverse –en mayor o menor medida– dentro de ese marco ideológico. Poco a poco, el análisis de clase fue siendo sustituido por perspectivas con pocas o ninguna referencia a las clases sociales. Se actuó de un modo diferente a como lo hicieron dirigentes como Clara Zetkin, Alexandra Kollontai o José Carlos Mariátegui ante las reivindicaciones feministas, que tomaron el problema de la emancipación de la mujer como propio, desarrollando elaboraciones teóricas y una visión estratégica desde una perspectiva clasista. Por el contrario, una parte significativa de la izquierda de esta época se sumó y subordinó a los presupuestos ideológicos de dicha «agenda», que promovía algunas medidas que eran absolutamente compartibles, pero otras que merecían un debate más profundo o alternativas desde una perspectiva consecuentemente anticapitalista, es decir, desde referencias ideológicas que no podían ser, en general, las de la mera «agenda de derechos». Faltó la elaboración de una «concepción del mundo propia». La filosofía espontánea no dio lugar al segundo momento que reclamaba Gramsci, el de una filosofía crítica. No es incorrecto apoyar una medida que pueda beneficiar al medio ambiente planteada en el marco de esta agenda de derechos, como puede ser el uso de algunas energías renovables. Pero esto no nos puede dejar de hacer ver que estas medidas son superficiales, mientras no se cuestione un capitalismo que destruye cada vez más la tierra, como señalara Marx. Tampoco debe hacernos olvidar que las limitadas políticas progresistas asociadas al paradigma de la «ecoeficiencia» no han generado avances sustanciales. De hecho, el progresismo latinoamericano apostó por un modelo extractivista y primario-exportador vinculado a la megaminería, el monocultivo y la desforestación de amplias regiones. Otras medidas, como las cuotas para tal o cual grupo étnico o sexual oprimido, tal vez merezcan apoyo como medidas puntuales y pasajeras. Pero si se dejan intactas la estructura de clases y la explotación económica subyacentes, las formas de opresión que están en la base de la sociedad, esas medidas no serán más que paliativos. Paliativos que, además, como sostiene Nancy Fraser, pueden llegar a producir resentimiento en las mayorías populares. Se corre el riesgo –de hecho, ya está pasando– de que esos grupos étnicos o sexuales oprimidos empiecen a ser visualizados como «privilegiados» por sectores significativos de la sociedad, reforzando –en vez de debilitar– las tendencias racistas, sexistas o discriminatorias de gran parte de la población.


El problema es que las políticas de «inclusión», que tanto pregona el progresismo, no cuestionan la estructura que una y otra vez produce y reproduce la «exclusión» sistemática de gran parte de la población en nuestras sociedades. Más cuestionables aún son las medidas que tienen un carácter meramente punitivo, en nombre de lo políticamente correcto, y que no hacen más que reforzar un malestar generalizado que es aprovechado por los sectores más reaccionarios para llevar agua para su molino. Tampoco son reivindicables aquellas políticas que condicionan los financiamientos o premios a actividades científicas o artísticas en función de criterios político-ideológicos propios de la «agenda de derechos» (nunca jamás de la «agenda de clases», por supuesto), y que hacen recordar al realismo socialista, pero sin el compromiso con una sociedad sin explotados ni explotadores que pregonaba aquella política, sino, a lo sumo, con un capitalismo un poco «más humano». En cierta forma, las políticas que no apuntan a transformaciones radicales, que son meramente “afirmativas”, al decir de Nancy Fraser, producen condiciones políticas e ideológicas propicias para la derecha reaccionaria. No es su producto mecánico y automático, pero las políticas parciales, focalizadas y asistencialistas –leyes y medidas de «discriminación positiva» para minorías étnicas o racializadas y personas sectorizadas según el sexo o género– parecen tener bastante que ver con el auge de ciertas derechas populistas reaccionarias y políticamente incorrectas, que saben explotar demagógicamente el malestar de los sectores populares, donde el tradicionalismo o conservadurismo cultural (machismo, homofobia, oposición al aborto legal, etc.) sigue siendo predominante o muy extendido, y que en muchos casos se ha vuelto algo más sistemático, organizado y militante en virtud del crecimiento masivo del evangelismo –especialmente de las iglesias pentecostales y bautistas– en las barriadas latinoamericanas.


Retomar políticas universalistas, que transformen las estructuras más profundas que están en el origen de las injusticias económicas y culturales, no es tarea fácil. Pero parece ser el único camino que realmente puede terminar con esas diversas formas de opresión.

También en el ámbito internacional, la renuncia a conceptos como «imperialismo» ha solido llevar a confusiones y grandes errores, cuando no al alineamiento con EE.UU. y la «comunidad internacional» (léase: Occidente colectivo) desde una perspectiva a menudo no muy lejana al «imperialismo humanitario» que ha caracterizado a muchas de las últimas empresas hegemónicas del Tío Sam y sus laderos otanistas, como ha señalado con claridad Jean Bricmont.


Pero uno de los ámbitos donde más claramente se expresó esta subordinación ideológica del progresismo latinoamericano a las ideas dominantes fue el de la educación. Se dejó de lado toda la rica tradición de producción intelectual propia. El movimiento de reforma educativa latinoamericano cayó en el más absoluto olvido, para adoptar las teorías hegemónicas a nivel educativo y pedagógico. El lenguaje del progresismo fue el de la llamada teoría de las competencias. Sus políticas estuvieron orientadas a logros cuantificables como los exigidos por los organismos internacionales, y la apuesta a una educación integral fue sustituida por contenidos cada vez más escasos y subordinados a las necesidades del mercado, aunque a veces se sustituyera eufemísticamente a este último por finalidades vaporosas como “para la sociedad” o “para la vida”. Primaron criterios de claro corte asistencialista, que transformaron crecientemente a las instituciones de enseñanza en instituciones que priorizaban otro tipo de funciones, entre ellas los cuidados. No se democratizó la gestión, o se lo hizo muy limitadamente. Las tradiciones autonómicas y de cogobierno fueron vistas más como un problema, que como un posible camino a seguir o profundizar, en aras de una educación y una sociedad más democráticas. Campeó a sus anchas el fetichismo tecnológico, sobre desde la crisis pandémica, que aceleró la generalización de la virtualidad o bimodalidad, con consecuencias desastrosas en términos de pedagogía, universalidad y calidad educativa.


Muchos de los principales referentes progresistas tampoco fueron ajenos a los discursos que construyeron una “crisis educativa” desligada del contexto social, y que culpabilizaba mayormente a los docentes de todos los males de la educación. También se perpetuó una política que mantenía sus estímulos a la escolaridad privada, con subsidios abiertos y a veces encubiertos. Pero hubo tal vez otra privatización, a la que posiblemente no se le prestó la debida atención: al apostar a contenidos cada vez más reducidos, simplificados y/o utilitarios, en un marco de exigencias mínimas para que «los números cierren» y puedan ser exhibidos no solo al electorado, sino también –y sobre todo– a los organismos internacionales y el establishment económico local (siempre preocupados por las «necesidades del mercado»), no se apostó a una educación integral para la cual “nada de lo humano fuera ajeno”, valor propio de nuestras mejores tradiciones educativas. Dicho de otra forma, no se apostó a una amplia y profunda socialización del saber, a que las nuevas generaciones se apropiaran del patrimonio cultural de la humanidad en toda su riqueza y diversidad (que es tal vez uno de los principales «bienes comunes» de la humanidad). Que haya mejorado el presupuesto educativo y que aumentaran los salarios de los educadores (algo que no siempre ha sucedido), no puede dejar de hacernos ver que las orientaciones pedagógicas generales no se alejaron de lo que proponen las tendencias políticas dominantes. Hubo algunos matices diferenciadores o énfasis peculiares aquí y allá, pero no afectaron, en lo fundamental, las políticas educativas hegemónicas a nivel mundial, promovidas por el Banco Mundial, la OCDE y la UNESCO, uno de cuyos objetivos fundamentales es la producción de capital humano para satisfacer las necesidades de los mercados, aunque estas no coincidan o vayan en contra de las necesidades de la mayoría de la sociedad.


La lucha ideológica tiene sus dificultades específicas, pero estas son diferentes de la lucha en el terreno económico y político, que depende mucho más de la correlación de fuerzas y factores de carácter objetivo. Y por eso que, en este ámbito, es donde se pueden ver más claramente las limitaciones del progresismo latinoamericano; y también, por desgracia, cómo gran parte de la izquierda más radical se fue subordinando ideológicamente a aquel.


Algunas consideraciones finales


Algunas de las consideraciones que aquí hemos realizado se basan en la experiencia de Uruguay, y tal vez no sean trasladables a otros contextos. Otras probablemente sí, aunque siempre reconociendo especificidades y matices concretos.


Habíamos planteado que el progresismo latinoamericano puede ser viable en un sentido, pero en otro no. Si tomamos en cuenta algunos objetivos del progresismo como lograr un capitalismo humano y desarrollado, amigable ecológicamente, con una democracia firme y consolidada, la respuesta, en función de la argumentación dada, es negativa. Pero si tomamos en cuenta la viabilidad electoral, la respuesta es, en general, afirmativa (desde nuestra perspectiva).


Años atrás, algunos autores planteaban la idea de un “fin del ciclo progresista”, idea que a nuestro juicio se vio refutada por la pronta elección de toda una nueva serie de gobiernos progresistas en la región. La idea de un «ciclo» cerrado parecía tributaria de una concepción de la historia que no le daba la suficiente relevancia al factor humano y a las contradicciones objetivas existentes en el capitalismo latinoamericano, que son más agudas y se expresan más violentamente, en general, que en los capitalismos centrales. Tampoco parecía advertir algunas características de las democracias electorales.


La alternancia con gobiernos neoliberales, que arrasan con las modestas políticas sociales y conquistas logradas durante las gestiones progresistas, permite que las fuerzas progresistas se recompongan y ganen nuevamente las elecciones. Como así también, una vez que pasa un cierto período de progresismo en el poder, las expectativas populares se ven frustradas y la derecha recompone sus fuerzas –en general apoyada por la mayor parte de los oligopolios mediáticos– para nuevamente implementar políticas de ajuste salvaje; lo que permitirá, a su vez, un nuevo crecimiento y posible victoria del progresismo a nivel electoral; y así sucesivamente, en una dinámica de tipo cíclica. La lógica de las elecciones y la propia dinámica capitalista, con sus períodos de expansión y crisis (que hacen necesarios ajustes en determinados momentos, mientras que en otros una recomposición de la demanda interna y ciertas políticas activas de expansión económica a través de la inversión estatal), son muy propicias para esta alternancia entre progresismo y neoliberalismo puro y duro. Es cierto que con el tiempo el progresismo tiende a proponer políticas cada día más superficiales y muchas veces de reparación simbólica. Pero las políticas de la derecha suelen ser tan duras para los sectores populares, que hasta las minimalistas medidas del progresismo son bienvenidas por franjas muy importantes de la población.


En América Latina existen, sin embargo, contradicciones muy agudas. Dicho de otra forma, las condiciones «objetivas» para procesos revolucionarios no son las que están ausentes, y las grandes movilizaciones populares de nuestro continente son un indicador muy fuerte en ese sentido. Se puede decir que se han dado «situaciones revolucionarias», pero no se han consumado revoluciones, como bien ha hecho notar Mauricio Lazzarato. Lo que parece faltar es el factor subjetivo: el desarrollo de una «teoría revolucionaria», que se pueda transformar en patrimonio de amplios sectores de la clase trabajadora y el pueblo en general, y fuerzas políticas capaces de dirigir esos procesos, con flexibilidad táctica y firmeza estratégica, con amplitud y evitando todo sectarismo.


Qué política de alianzas adoptar con respecto al progresismo es algo que deberán determinar las fuerzas de izquierda en cada lugar. En algunos, podrá haber alianzas circunstanciales y en otros más permanentes. En ciertos países, el progresismo se ubica más hacia la izquierda y en otros más hacia el centro. Cada país tiene sus peculiaridades y sus coyunturas específicas. Lo que parece relevante es profundizar el estudio y el análisis de nuestras realidades latinoamericanas, como así también la reflexión crítica sobre aspectos teóricos fundamentales. Hay que producir un pensamiento propio, que apunte a superar, en el campo popular, la hegemonía ideológica y política de las ideas progresistas.





Notas

  1. György Lukács, Lenin (la coherencia de su pensamiento), disponible en www.archivochile.com.

  2. Podríamos pensar el socialismo solo como socialización de los medios de producción, aunque la experiencia histórica nos demuestra que esta expresión puede ser interpretada en una forma restrictiva y un tanto errónea, porque hoy parece claro que no es posible que esta socialización tenga sus alcances más profundos si no va de la mano con una efectiva socialización del poder y del patrimonio cultural de la humanidad. Las transformaciones económicas deben ser acompañadas por la efectiva construcción de una nueva democracia, en que los trabajadores y el pueblo en general pasen de ser objetos meramente pasivos a sujetos activos de la «cosa pública». Asimismo, para que este objetivo se pueda lograr, parece imprescindible un amplio desarrollo cultural, que permita o estimule esos procesos; fundamentalmente, una educación integral que esté orientada –como señalaba Albert Einstein en ¿Por qué socialismo?– no hacia el éxito individual, sino hacia las metas sociales. En este sentido, socialismo no debe ser confundido con estatización de los medios de producción. Si bien la estatización de determinados medios de producción estratégicos resulta fundamental, el socialismo debe apuntar a una sociedad de productores libremente asociados, donde políticas como las de colectivización forzosa o estatización total de los medios de producción (incluyendo los pequeños medios de producción y comercios) se han demostrado contraproducentes. El camino de «cooperativización» que planteo Lenin en algunos de sus últimos escritos parece ser una línea a explorar en la construcción de una sociedad socialista, así como también la efectiva participación de trabajadores y población en general en la gestión de aquellos medios que sean de propiedad estatal, evitando la formación de tecnoburocracias que, tarde o temprano, desarrollarán sus intereses propios.

  3. Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur serían las únicas excepciones, pero en los tres primeros había razones geopolíticas asociadas al contexto de la Guerra Fría; mientras que en el caso de Singapur, si bien podría considerarse una excepción, se trata de un país extremadamente pequeño, un microestado. Los casos de desarrollo capitalista tardío en el Asia-Pacífico combinaron, además, relaciones opresivas a nivel laboral con un intervencionismo estatal fuerte, tanto a nivel político como económico.

  4. “De la redistribución al reconocimiento”, en N. Fraser, Iustitia Interrupta. Reflexiones críticas desde la posición «postsocialista», Bogotá, Siglo del Hombre Editores-Universidad de Bogotá, 1997.

  5. Véase Waldo Ansaldi (dir.), La democracia en América Latina: un barco a la deriva, Bs. As., FCE, 2008.

  6. Una objeción que algunos pueden oponer a esta tesis del marxismo es el hecho de que ha habido a lo largo de la historia algunos gobiernos surgidos de golpes militares, como el de Velazco Alvarado en Perú o Tomás Sankara en Burkina Faso (antes Alto Volta), que tenían un carácter reformista radical o incluso revolucionario. Pero estos gobiernos fueron desplazados precisamente por contragolpes de estado promovidos por otros sectores de las FF.AA., en connivencia, por lo general, con el imperialismo, ya sea estadounidense o francés. Desde nuestro punto de vista, estas experiencias confirman –y no refutan– la necesidad de promover en tales procesos una revolución popular y destruir los aparatos represivos de la clase dominante, si se quiere realizar y consolidar las transformaciones que se proponen.

  7. Con respecto a los recientes acontecimientos políticos en África occidental, donde se han producido una serie de golpes militares de carácter antiimperialista contra gobiernos de dudosa legitimidad democrática, Ben Norton señala: “Pero si no consolidan la autoridad y la legitimidad del gobierno mediante una revolución popular, la posibilidad de que sean derrocados con otro golpe, o por una intervención militar extranjera, es muy real. Muchos líderes anticoloniales fueron derrocados en golpes de derecha patrocinados por Estados Unidos, desde Patrice Lumumba, de la República Democrática del Congo, en 1961; hasta Kwame Nkrumah, de Ghana, en 1966; o Thomas Sankara, de Burkina Faso, en 1987. En América Latina también ha habido ejemplos de ello. La lección de muchos de estos episodios históricos es que, si no hay una revolución popular, como ocurrió en China en 1949, en Cuba en 1959, o en Nicaragua en 1979; si simplemente hay un golpe militar dirigido por un líder revolucionario progresista o incluso socialista, entonces el gobierno tiende a ser mucho menos estable, y es significativamente más fácil que sean derrocados”. Ben Norton, “EE.UU. y Francia amenazan con intervenir en Níger”, en semanario Kalewche, sección Brulote, domingo 20 de agosto de 2023, disponible en http://kalewche.com/ee-uu-y-francia-amenazan-con-intervenir-en-niger.





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